Me senté y miré esas cuatro
paredes que me aislaban del mundo. A pesar de la oscuridad, podría describir
claramente lo que formaba parte de ellas. Desde el armario empotrado de seis
puertas a la cómoda blanca con flores grabadas. Podría hablar del espejo que mi
madre me hizo y que ahora permanece tras una sábana…. Sería capaz de describir
con detalle esa habitación ya que desde hacía meses no había sido capaz de
salir de ella. Hubo un tiempo en el que éste fue sólo un lugar de paso, donde
descansar y refugiarme. Ahora, se ha convertido en mi prisión.
Recuerdo aquel tiempo en el que
salía a divertirme, me encantaba tumbarme en el parque de mi barrio. Los días
especialmente soleados me protegía bajo las ramas del sauce llorón que se
encontraba justo en el borde, marcando el límite entre el final de los
columpios y el comienzo de la carretera. El parque fue mi hogar, allí recibí mi
primer beso, apoyada sobre las canchas, durante un viernes de febrero. También
fue donde me hice la primera cicatriz al caerme con la bicicleta. Fue el lugar
donde pasee a mi perro, un pastor alemán que hace años que sólo vive en mi
memoria.
Qué lejos queda ahora ese parque…
Hace demasiados meses que mis pies ya no pasean aplastando la hierba. Todo
comenzó a cambiar lentamente, la adolescencia me pilló desprevenida, fui
demasiado débil, influenciable. Los comentarios ajenos recabaron su espacio en
mi mente hasta que, lentamente, la envenenaron. Consiguieron alejarme del parque.
Ahora, en mis recuerdos sólo
habita el frío. Un frío que congela desde dentro hacia afuera, acabando con
todas mis defensas, ahogándome en inseguridades, sumiéndome en la tristeza. La nostalgia me consume y ya no puedo
levantarme de la cama, tampoco es que quiera. Desde hace meses solo miro estas
cuatro paredes. Ellas me envuelven, me alejan del dolor, me protegen. Hoy, la
luz ya no entra por la gran ventana y el armario se encuentra demasiado
ordenado... Ya no es la misma habitación que era.
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