Habían pasado cuatro años desde aquella fatídica tarde en la que su mundo
se vino abajo. Demasiados años perdida en una época reinada por luchas y lamentos…
Hoy, sin embargo, el destino le estaba ofreciendo la oportunidad de lograr aquello
que había esperado desde hacía tanto tiempo.
Eran las diez de la noche de un viernes y el Hotel Senator se encontraba relativamente tranquilo.
A pesar de que Londres era un lugar turístico, esa semana había habido pocas
reservas en el lugar, facilitando la labor de sus trabajadores. Por ello, Elizabeth
se encontraba cerca de la recepción cuando lo vio. Por un instante creyó que su
mente le estaba jugando una mala pasada y que aquel hombre no era el culpable
de su desgracia; pero se equivocó, ya que, junto a ella, haciendo una reserva,
se encontraba el mismísimo Sebastián Roche. No comprendía como podía haber
dudado de su identidad, después de todo, él siempre había sido inconfundible. Salvo
unas pequeñas canas que ahora aparecían en su pelo, él era el mismo hombre
alto, moreno, refinado y seguro de sí mismo que habitaba en sus pesadillas.
—Por favor señorita, sería usted tan amable de
entregarme la llave de mi habitación. La reserva está a nombre de Sebastián
Roche.
La joven contuvo el aliento esperando hasta que él se
percatase de su presencia y la reconociese. Sin embargo esto jamás ocurrió. Una
vez que él consiguió su llave se giró para mancharse, al final se detuvo y giró
su cabeza, al observar su uniforme de camarera le dijo con el tono propio de
aquellos que se creen superiores:
—Me gustaría que en una hora me subieran la cena a mi habitación, langosta con una copa
de Bourbon —dicho esto procedió marcharse ante la mirada pálida de ella. Pensó
que al final la había recordado cuando se dio la vuelta, pero sus palabras solo
acabaron con la esperanza de la muchacha—. La bebida que sea de la marca Jim
Beam.
Elizabeth no podía creerlo, ¿de verdad era posible
que no la reconociese? Había arruinado su vida pero, ¿no la recordaba? El
resentimiento acumulado comenzó a hacer mella en su interior sacando lo peor de
ella.
Cuando la hora pasó se dirigió a la habitación y tras
un breve golpe contra la puerta procedió a entrar. Él se encontraba recostado
en uno de los sillones y de nuevo la miró sin decir nada, esperando. Ella, con la voz rota, lo miró mientras
sostenía la bandeja con su orden.
—Sería mucho pedir que me recordarás ¿verdad?
—culpándose por el tono roto que delataba antiguos rencores continuó—. No es
necesario que digas nada, voy a refrescarte la memoria. ¿Recuerdas un quince de
abril en París?, eras profesor de filología germánica por aquel entonces. Todo
el mundo conocía al aclamado Sebastián Roche, tus clases eran de lo más
codiciado en la Sorbona de París. Sin embargo, yo era simplemente una alumna
becada, de “baja categoría”, dirían algunos. Sé que tú no lo haces, pero yo sí
que recuerdo aquella tarde en la que me pediste entrar a tu despacho para
explicarme los fallos que había cometido en mi prueba. También como cerraste la
puerta y me presionaste contra el escritorio mientras me susurrabas que no me
moviera, que sólo iba a doler un poco, pero que al final, ambos íbamos a
disfrutarlo —su tono había ido perdiendo fuerza conforme se perdía en el
pasado. A pesar de todo continuó hasta acabar su historia—. Recuerdo como me
negué y trate de alejarme hasta que tú me inmovilizaste, recuerdo el dolor y el
frío que me embargó por dentro. Recuerdo tu risa cuando me dijiste que nadie me
creería si decía la verdad, después de todo yo no era nadie y tú tenías un gran
prestigio…
Él se quedó blanco mientras la escuchaba. Por
supuesto, no sentía remordimientos y aun no era capaz de ubicarla. Sin embargo, le
resultaba molesto tener que aguantar su drama. Cuando él pensaba contestar ella
continuó con su historia.
—Aquella tarde no sólo me robaste mi inocencia y mi
capacidad de decidir. Ese día me privaste de un futuro al dejarme embarazada. Cuando
yo no fui capaz de abortar como me exigieron mis padres, fui repudiada. Después,
perdí mi beca ya que mis notas bajaron al tratar de contrarrestar el trabajo
con las clases. Y bueno, mírame ahora —rió amargamente al mismo tiempo que
extendía los brazos y una lágrima caía sobre su mejilla—. La chica que tenía un futuro brillante, convertida en camarera.
Escondida en un pueblo lamiendo sus heridas al mismo tiempo que cuida de un
niño que, cada vez que la mira, le
recuerda el peor día de su vida. Tú me destrozaste, y ni siquiera me recuerdas.
Él se levantó y la miró de arriba abajo con desprecio, para después, comenzar a reír a
carcajadas.
—Tengo que decir que la historia tiene mérito. Aunque,
¿sabes la cantidad de mujeres que han intentado colgarme un hijo? Eres bonita,
pero no tanto para que alguien como yo se molestase, después de todo —se
encogió de hombros como si no pudiese evitarlo— puedo tener a cualquiera.
No podía creer sus palabras. Sin embargo, ahí
estaban, abriendo las viejas heridas que no habían cicatrizado del todo.
Mientras lo miraba sacó una fotografía y se la extendió al mismo tiempo que la
furia la embargaba.
—¡Míralo! ¡Míralo
y atrévete a decirme que no es hijo tuyo!
Sebastián observó la fotografía, pero si ésta provocó
algo en él, no lo demostró.
—Señorita, creo que debería acabar con su trabajo,
entregarme mi cena, mi bourbon y marcharse. No creo que su jefe apruebe que
esté molestando a los clientes.
Elizabeth había esperado ver remordimiento en su
rostro o al menos una disculpa por su parte. Sin embargo, aquel ser frente a
ella no era humano. El conocimiento de ello hizo que su decisión fuese más
fácil. Antes de subir a su habitación había introducido una dosis letal de
ricina en la bebida. En ese momento no sabía si sería capaz de entregárselo,
pero sus palabras carentes de emoción, habían firmado su sentencia. No podía
permitir que alguien más sufriese lo mismo que había pasado.
Tras dejarle su pedido, salió de la habitación y se
dirigió a casa. Aquella misma noche Sebastián Roche exhaló su último aliento,
mientras que, al mismo tiempo, una mujer miraba por la ventana de su pequeña
casa. Por fin, sus ojos mostraban a una joven con futuro frente a sus ojos,
libre de fantasmas.