Era
febrero de 2016 y había conseguido graduarme en Periodismo hacía cinco meses.
Sin embargo, como le ocurre a mucha gente, había empezado a dudar sobre si mi
elección había sido la correcta. Me gustaba escribir, pero hacía tiempo que
ningún tema conseguía llamar mi atención. Sabía que tenía suerte por tener un
trabajo, pero mis reportajes como freelance se me antojaban vacíos y carentes
de vida. Yo quería escribir sobre algo que obligase a mis lectores a fijar su
atención entre las páginas, buscaba algo desconocido, algo que impactase, que
conmoviese, que llamase la atención… Pero estaba muy lejos de encontrarlo. Puede
que, quizá por eso, decidiese caminar aquella tarde de febrero para despejar
mis pensamientos y desconectar del sentimiento de fracaso que me inundaba.
Paseaba
por Madrid y mis pies me condujeron hasta Ciudad Universitaria, allí encontré
un banco de piedra cerca de la Facultad de Ciencias de la Información y me
senté a observar a aquellos que pasaban frente a mis ojos. Algunos mostraban
ilusión, otros desgana, en los ojos de unos cuantos pude ver los efectos de una
noche de fiesta que ahora pasaba factura… A pesar de todo, por lo menos tenían
algo que hacer con su vida mientras que la mía se encontraba en punto muerto. Enfadada
con mi situación me levanté y bajando las escaleras que tenía a mi izquierda caminé
y me senté junto al muro de la facultad. Una vez allí me perdí en mis
pensamientos, la autocompasión estaba comenzando a hacer mella en mí cuando unos
agujeros en la pared llamaron mi atención, en parte, porque no tenía ni idea de
cómo habían llegado allí. Sí, antes de que lo digáis, la verdad es que no
poseía amplios conocimientos del lugar en el que me encontraba. Bueno,
volviendo a mi historia, no conocía su procedencia, pero algo me decía que
escondían algo importante por lo que a pesar de alguna mirada extraña de los
estudiantes comencé a fotografiar minuciosamente aquel muro. Mientras me movía,
una roca incrustada despertó mi curiosidad ya que parecía no encajar en ese
lugar. Agachándome la moví y, para mi sorpresa, ésta se desprendió. Bajo ella
encontré una pequeña cartera de cuero, estaba desgastada, como si hubiese permanecido
escondida durante demasiado tiempo. Podría haber dejado el objeto en su lugar,
sin embargo, lo guardé cuidadosamente en mi bolso y decidí regresar a casa. No
sabía qué podía haber en su interior, pero algo me decía que por fin había
encontrado mi historia.
Decidí
regresar en metro, muchos dirían que era un agobio, pero a mí me encantaba. Era
uno de los medios de transporte donde podía sentarme e imaginar la vida de las
personas, ocupaba uno de mis puestos favoritos justo por debajo de las
estaciones de tren o los aeropuertos. Mi compañera de piso decía que tenía alma
de escritora, pero pienso que se equivocaba. A todos nos gusta imaginar la vida
de los demás, es uno de los escapes más sencillos cuando quieres huir de tus
propios pensamientos. En esta ocasión no necesité observar a nadie, mi mente se
encontraba concentrada en el objeto que había recuperado. ¿Qué podría ser? Sin
lugar a dudas, quien lo ocultó, no quería que fuese descubierto. Quizá había
hallado el mapa de un tesoro, sería como Jack Sparrow por la capital, solo que
en una versión más femenina y menos alcohólica que el famoso personaje. Esa
idea me hizo reír lo que provocó miradas molestas en mi dirección por parte de
los otros pasajeros. Algo avergonzada pero completamente ilusionada, decidí
guardar mis divagaciones hasta que me encontrase sola en la comodidad de mi
habitación.
Dicen
que el tiempo siempre pasa más despacio cuando deseas que se adelante, puede
que por eso el viaje de veinte minutos que conducía hasta mi hogar, me
parecieran horas. Cuando llegué a casa, la suerte tampoco estuvo de mi parte,
mi compañera de piso, Nora, decidió que su deber era sacarme de fiesta porque
estaba comenzando a convertirme en una viejoven. Si se tratase de cualquier
otra persona, habría intentado resistirme, pero Nora siempre conseguía lo que
quería, así que me evité el debate innecesario. Tras colocarme mis vaqueros y
camiseta favoritos, me puse unas botas, un poco de maquillaje y la seguí hasta
la puerta. En menos de unas horas estaba sentada en una barra con un Gin Tonic
en la mano. No me malinterpretéis, no es que sea una chica asocial o aburrida,
lo que ocurre es que mi idea de una gran noche guarda más relación con un buen
libro que con música elevada y personas
ebrias. A pesar de todo, me divertí, nadie era capaz de aburrirse con
Nora.
Tuvieron
que pasar tres días hasta que por fin tuve tiempo de abrir la cartera, había
estado ocupada cubriendo una noticia y no habría podido centrarme bien en mi
descubrimiento, por lo que decidí esperar. Sin embargo, había llegado el
momento de saber la verdad, deslizando la cinta que la mantenía cerrada,
observé su interior. En ella se encontraba una vieja foto desgastada de una
mujer joven. La imagen estaba doblada por gran cantidad de lugares y el rostro
de la muchacha se hallaba desgastado, como si alguien lo hubiese acariciado
demasiadas veces. La chica era bonita, en la imagen sonreía a la cámara con una
expresión de paz que se contagiaba al observarla. Su vestido, sencillo, cubría
un vientre redondeado que protegía con sus manos. No pude evitar devolver la
sonrisa a la fotografía, junto a ella, había un par de hojas arrugadas. Estaban
escritas a mano, pero la caligrafía del dueño de aquellas cartas era tan bella
que, a pesar del tiempo, era posible reconocer cada palabra. Por unos instantes
dudé sobre si leer el contenido de aquel papel, parecía algo personal. Sin
embargo, mi personalidad curiosa venció a mi recelo. La primera decía:
Una
lágrima se deslizó por mi mejilla mientras leía aquellas palabras, que no iban
dirigidas hacia mí, pero que hicieron mella del mismo modo. Conocía la Guerra
Civil, por supuesto, pero no sabía todo lo que había ocurrido en la Ciudad
Universitaria. Lo investigaría más tarde, por ahora sólo podía preguntarme qué
habría sido de aquel hombre. ¿Llegaría a reunirse con su familia? O por el
contrario, ¿pereció entre las ruinas? Si fue así, ¿conocería su mujer su
destino? ¿O se vio obligada a vivir con las dudas? Mientras dialogaba conmigo misma,
me di cuenta de dos cosas: la primera era que aún me quedaba una segunda carta
y la segunda que creía haber encontrado mi vocación. Cuando resolviese este
misterio, investigaría sobre aquellos héroes del pueblo que nacieron en la
época equivocada, rescataría sus historias para que no cayesen en el olvido.
Les devolvería la vida.
La
segunda carta me devastó aún más que la primera:
No
enseñé a Nora mi hallazgo, lo cual fue
algo raro en mí. Sin embargo, consideraba el secreto de Marcos algo personal.
Sentía que el destino me condujo hasta la facultad para que descubriese sus
palabras, para que evitase que se perdiesen para siempre. Debía investigar qué
fue de él, pero antes quise conocer más sobre la guerra que se llevó a cabo en
Ciudad Universitaria. Descubrí que en 1932 comenzaron a construirse las
diferentes facultades a partir de unos bocetos creados en 1928. La primera
Facultad que nació fue la de Filosofía y Letras, sin embargo, debido al
estallido de la guerra el 18 de julio de 1936, las obras se detuvieron. Ciudad
Universitaria se convirtió en uno de los focos de la guerra, el frente que
dividía a los bandos tan sólo fue de 50 metros, perteneciendo las ruinas del
Hospital Clínico, el Instituto de la Higiene, las residencias universitarias, la
Casa de Velázquez y el palacete de Moncloa entre otros, al bando franquista y
los inicios de las facultades de Medicina, Farmacia, Odontología, Ciencias y
Letras a los Republicanos. La segunda carta estaba fechada el día 3 de febrero
de 1939 y el frente de Ciudad Universitaria cayó el 28 de marzo de ese mismo
año, esperaba que Marcos hubiese sobrevivido.
Después
de mi trabajo de investigación, recordé aquellos agujeros que me habían
empujado a todo esto, ahora sabía que eran consecuencia de las balas. Me
pregunté si los estudiantes que se paseaban en la actualidad por las diferentes
facultades conocían su pasado o si al igual que yo, permanecían ignorantes a
todo lo que se ocultaba entre aquellas carreteras y edificios. ¿Pensaría
alguien en la cantidad de vidas que se perdieron en ese lugar mientras
caminaban medio dormidos y con un café en la mano a sus clases? ¿Y qué hay de
los supervivientes? ¿Alguno regresaría para recordar su pasado? ¿Podrían oír el
sonido de las balas, las explosiones y los gritos si lo hicieran? O por otro
lado ¿Igual preferirían alejarse y no regresar a ese lugar, palacio de sus
pesadillas, nunca más? Cada vez tenía más preguntas por lo que tomé la decisión
de detenerme y empezar a buscar algunas respuestas.
Busqué
en las víctimas de la Guerra Civil, el portal de archivos nacionales en red fue
de gran ayuda. Sin embargo, después de unas horas me di por vencida, aunque
encontrase un Marcos, ¿cómo sabría que era el hombre de mi carta? Ni siquiera
tenía un apellido. Mi siguiente paso fue tratar de averiguar el paradero de
Amelia. Utilizando algunos contactos traté de encontrar a una mujer con ese
mismo nombre que hubiese tenido un hijo entre 1937 y 1938. Pasé semanas
tratando de encontrar alguna pista, las semanas se convirtieron en meses pero
nada funcionaba. Exploré en listines telefónicos, pero parecía como si Amelia y
Marcos nunca hubiesen existido. A veces me obligaba a mirar aquellas cartas y
la fotografía, acariciando el rostro de la mujer para recordarme a mí misma que
no estaba loca.
Una
noche, la idea perfecta vino a mi mente. Tras mucha insistencia por mi parte,
conseguí que un periódico nacional publicase una pequeña noticia y el inicio de
la primera carta. El titular decía ¿Eres
tú mi Amelia?, en el anuncio me presentaba y contaba una pequeña parte de
mis descubrimientos. Esperaba que alguien conociese a la pareja o que alguno de
los protagonistas de la historia se pusiese en contacto conmigo. A los tres
meses sin ninguna respuesta perdí la esperanza, seguía mirando la carta pero
cada vez lamentaba más no haber podido saber la verdad.
Era
jueves por la mañana cuando un número
que no conocía me llamó, al responder la voz de un hombre me recibió:
—¿Es
usted la señorita Olivia Rodríguez? —preguntó.
Así
empezó el inicio de mi nueva vida. La voz correspondía a Alejandro Fernández,
el hijo de Amelia y Marcos. Él me puso en contacto con su madre, una mujer
mayor que, aunque fuese años tarde, pudo reconciliarse con su pasado. Nadie sabe
qué fue de Marcos, pero al menos sus seres queridos conocieron sus últimas
palabras. Su historia me condujo a querer investigar más casos como los suyos. Recuerdos entre los escombros fue el
primer trabajo del que me sentí realmente orgullosa, me di cuenta de que una
nueva yo había comenzado a florecer. Al final fui capaz de ver lo equivocada
que había estado al pensar que era demasiado difícil encontrar información que
mereciese la pena relatar. Con el tiempo, descubrí que todos los lugares no
sólo se forman de historia, sino también de historias y que si eres lo suficientemente
valiente como para arriesgarte a descubrirlas, puedes encontrar cosas
maravillosas.

